La foto es mala. Mal sacada, sin edición; mala. Y la afirmación es terminante porque pasó por el ojo avisor de la más dura fiscal y cita de autoridad que jamás haya conocido en mi vida periodística: mi hija de 12, una consumidora experta de publicaciones de Instagram, TikToks y youtubers. La foto es mala. Messi no cuida la expresión, no se preocupa en levantar el teléfono para evitar la papada, no se interesa por moverse para evitar el sol de frente que lo hace fruncir el ceño y no mide el encuadre. Porque la foto no tenía importancia en tanto tal sino como memoria del momento. Y la foto del momento, de la época, era él –hoy el hombre más famoso y mencionado de la tierra– en sus ámbitos habituales, las redes sociales y el fútbol, inmortalizando la excepción: 6 millones de seres humanos como fondo de festejo de la consagración del equipo Campeón de la copa del Mundo.

Ya no es novedad en este Mundial. La Copa América fue el boom de los jugadores como protagonistas y también cronistas de la intimidad. Ese evento deportivo fue el que puso en evidencia el fin de las mediaciones mediáticas (no, no es una redundancia). Veníamos del vínculo casi roto de los miembros de la Selección con esos que no les importa lo que digan, los periodistas y de la relación en crecimiento con los streamers. Pero el fenómeno nos explotó en los ojos, o mejor dicho en los teléfonos, cuando luego de la final personas individuales con conexión a internet y canales de noticias tenían la materia prima, el material soñado, la nota que vale oro, en las Historias de Instagram de los ganadores del partido del Maracaná. Ellos con sus smart phones cambiaron las mediaciones saltando las mediatizaciones. Y Nicolás Otamendi coronándose como el mejor cronista del pre y post pelota. El tiempo llevaría a Sergio el Kun Agüero al Olimpo twitchero y streamer.

Nos gustó. Nos evitábamos la edición de terceros, los comentarios y las imágenes opinadas por la gente de los medios. Quedábamos habilitados a la más absoluta y nunca tan cercana intimidad de los máximos ídolos. Las nuevas reglas llegaban de la mano de los dispositivos en las manos de estrellas de esta época, la era del teléfono inteligente.

No es fácil adaptarse ni a los artefactos ni a los cambios en los modos de mirar que éstos implican. Es demasiado veloz, es puro vértigo. Y es absolutamente normal que, frente a este huracán de permanentes novedades tecnológicas y comunicacionales que nos rompe el paradigma del último siglo y medio en el que nacimos, nos criamos y crecimos, nos aferremos a lo conocido; que pidamos algo del pasado como tabla de salvación en medio del cambio más vertiginoso que la humanidad haya vivido.

Quizás por eso haya habido un movimiento en redes sociales que preguntaba por lo que supuestamente faltaba el día de la celebración principal, el martes 20 de diciembre de 2002 en que un colectivo descapotable salió del predio de la AFA en Ezeiza con la intención ¿inocente, inconsciente? de llegar a la 9 de julio a saludar a la gente que se congregaba ahí desde la madrugada. Ese martes resignificado hubo un movimiento bastante ideologizado que comenzó a preguntar por la foto en el balcón de la Casa de Gobierno, una imagen parecida a la que teníamos quienes vivimos los Mundiales de México 86 y de Italia 90. Hubo quienes dijeron que, en realidad, el pedido, la demanda, el deseo de inmortalizarlos en EL balcón era para exorcizar 1978; o para que otro presidente de la democracia hiciera lo suyo en imágenes para hacerle fuerza a las fotos del Mundial en dictadura.

No discuto con esos argumentos porque pueden tener aristas atendibles. Pero sí me detengo en la testarudez de quienes sostenían o siguen aun sosteniendo que la foto era esa. Que sin esa, faltaba una imagen.

Marcar lo que le falta al presente siempre me deja un sabor a gesto conservador. No es ni bueno ni malo en sí y también soy víctima de eso. Claro que no soy inmune. Pero cada vez que me invade ese comportamiento se me enciende una alarma y se me planta la pregunta: ¿falta y yo pude notar la ausencia o me falta a mí porque estoy deseando desde mi individualidad pasada que quiere que las cosas sean más parecidas a mí que a lo que son en este tiempo y espacio? ¿Es el deseo es de una foto que ya ocurrió y queremos que se repita? Muy bien. Si es eso, ¿por qué es?

Tal vez la foto de ahora no sea aquella sino esta, la de esta época. La de una era que imprime otra forma de mirar porque nuestras realidades visuales hoy se constituyen de nuevos dispositivos.

A la foto del balcón del 86 o la del 90 le falta la multitud en extenso; le falta el dron, podríamos decir. Y rápidamente nos daríamos cuenta, ante este planteo, que hay un error de época, que la pregunta está mal porque no advierte el contexto. Que no le falta nada. Sencillamente era otra realidad visual. Pues bien, volvamos a hoy: ¿entonces por qué hoy faltaría algo que no va de acuerdo a la lógica visual del presente?

¿No estaremos pidiendo una foto vieja reimpresa en 2022 porque somos vulnerables y nos sentimos inseguros frente a los nuevos modos de ver y de construir imágenes hoy? ¿No deberíamos soltar un poquito nuestras propias imágenes pasadas, esas a las que queremos volver porque fuimos felices y preguntarnos cuál es la foto de hoy?

Estamos en una época de convivencia de analógicos, digitales y anfibios y así como es difícil acostumbrarse a leer en un dispositivo también lo es reeducar el deseo del ojo.

Apenas horas antes del intento de recorrido del micro de los jugadores habíamos presenciado (también vía grabación de un celular de una escena privada) las palabras de Emanuel Macron en el vestuario ante la selección francesa. Inevitablemente eran palabras vacías. Porque lo que se diga enseguida de la derrota sonará a nada pero además porque ¿qué cosa tan importante podía decirle la política a la más importante y movilizante de las artes como es el fútbol?

La foto en el balcón implicaba también abrir la puerta a que la política, en este caso de Argentina, sonara hueca y a que se le robase tiempo a la celebración para dedicarlo a las especulaciones. Sumado a eso y no menos importante: era material y físicamente imposible. Imposible llegar y aun el caso de lograr un traslado en helicóptero de los jugadores, imposible garantizar que los millones no se lanzaran a Plaza de Mayo.

Se dice fácil y los «habría que haber hecho así o asá» salen prontos de las bocas pero ¿tomamos dimensión de lo que implican seis millones de personas en la calle? No teníamos registro de algo igual. Ni el Bicentenario ni los conciertos del Indio Solari y aun así estos dos posibles parámetros son acontecimientos organizados con meses cuando no años antes.

La época pide fotos porque vivimos un tiempo inundado en imágenes; un tiempo tallado en selfies.

Cuando volví ese martes de la calle y encendí la TV pude ver el micro y a los jugadores con sus teléfonos en la mano. Me dio ansiedad y curiosidad. Quería ver ya lo que ellos habían fotografiado y grabado. Quería ver a través de sus ojos. Quería vernos. Quería la foto de ese día, la foto de los observados tomando fotos desde su perspectiva para construir la foto definitiva. Una especie de símbolo del infinito en los modos de mirar. El símbolo de Qatar hecho fórmula de la retina

La foto de la época no era la de los jugadores en la solemnidad sino en la cercanía del relato que ellos construyen en sus historias. La foto era Messi tomando Fernet, en una botella de plástico cortada, cantando arriba de un bondi. La imagen era ellos viéndonos a nosotros desde arriba, cuando le pidieron al piloto que los traía de Qatar pasar por encima de la 9 de julio para vernos. Desde el micro, debajo de un sol abrasador de diciembre, con la poesía de ver el cuerpo transpirar.

Lo que ellos quisieran mirar iba a ser nuestro contenido. La que necesitábamos era la foto mala. Mal sacada, la sin edición. La foto de Messi selfiándose con nosotros; la foto del día que el capitán no quiso tanto ser visto sino vernos y quedar instagrameados todos junto con él . «