“La pasión no alcanza su belleza sin exceso”, dijo Pascal. A mí no me gustaba el fútbol. No lo entendía. Me parecía absurdo ese entusiasmo desmesurado por ver a un grupo de varones corriendo detrás de una pelota. El día que empezó el Mundial, conocí a alguien –un francés, oh destino- que me preguntó si estaba emocionada por la Copa del Mundo. No me interesa, le dije, no pienso verlo. Y así fue, ni siquiera vi los primeros partidos. Indiferencia total la mía. Hasta el día de Argentina-Países Bajos. Estaba sola en casa, muerta de calor y de tedio, prendí la tele sólo para ver cómo iban y ahí estaba Messi: atravesando la cancha como un lince, pasándole la pelota a Molina que hizo un gol que terminé gritando como una desquiciada, tomada por una adrenalina insólita, con el corazón convertido en otra cosa. Ese fue el momento exacto, ahí empezó el amor. Algo se encendió y no paró de crecer hasta transformarse en este delirio. Entendí de pronto – sí, de pronto como se entienden las verdaderas cosas, como un flechazo, una revelación divina – que en el fútbol había algo que excedía toda razón. Algo que tiene que ver con la belleza, con la intuición, con la magia de los cuerpos, una comunión colectiva. La alegría: ese misterio, ese fervor.

No pensé que el futbol podría darme tanto. Y sin embargo, acá estoy, acá estamos. Inundada de éxtasis. La final que vivimos fue algo extraordinario. Épico, como dice mi hijo, como dice mi padre, esa palabra que viene del griego y que significa “narración, canto, poema”. Sí: la final Argentina Francia fue algo épico. Una mezcla de placer y sufrimiento maravilloso. Una montaña rusa de emociones: correr al borde del precipicio, morir y renacer y volver a morir y renacer. Si la poesía -como el amor- es eso que abre, que irrumpe, que toca una fibra íntima capaz de generar un movimiento sísmico, capaz, como dice Olga Orozco, de “vislumbrar la unidad en un mundo fragmentado”, el fútbol de la Scaloneta es pura poesía.

El Dibu bailando en los penales, transformando un momento de tensión máxima en un juego lleno de goce; Di María, con su sonrisa enorme de chico que cumple años y una sabiduría de maestro zen diciendo “lo único que tenía que hacer era correr al vacío. Empezaba a correr y la pelota me llegaba al pie, como si fuera magia”; Scaloni llorando y asegurando que “nuestra forma de jugar va más allá de cualquier esquema”; la calle llena de gente bailando, cantando, abrazándose. Qué gloria. Ese arrojo, la efervescencia, el darlo todo, la entrega a un conocimiento del cuerpo, a una emoción que sabe más que cualquier tipo de cálculo. La abuela lalala, el beso arriba del semáforo, Messi durmiendo abrazado a la Copa, las Torre Eiffel adentro de los congeladores, el llanto de Scaloni, el utilero del plantel tirándose de cabeza adentro de un tacho de basura, mi hijo sacándose fotos con un Messi de cartón gigante en la verdulería del barrio, el “andá pa’allá bobo”, los chongos con lágrimas en los ojos, tocándose sin pudor, celebrando, las millones de personas cantando “muchachos ahora nos volvimos a ilusionar”, la ilusión como condición necesaria del encuentro y del juego. La frase “elijo creer”.

Alguien –alguien que también me invitó a jugar y a deslizarme por esta locura- me dijo irónicamente que soy una oportunista porque de pronto amo el futbol. Y qué me importa, sí, me enamoro así: de pronto, con intensidad, y adoro el ardor colectivo. La danza mítica de esos cuerpos en la cancha. Amo cada oportunidad de pasión, de delirio, de sentirse uno con los otros. La alegría es la cosa más genial que existe, ese fuego risueño y cómplice. Caminábamos con mi amiga por Avenida Corrientes, arrastradas por la adrenalina de la multitud, y todas las personas nos parecían hermosas. Brillaban. Qué más pedir. Qué fiesta. Qué más decir además de gracias. Y qué me importa exagerar, vuelvo a citar a Olga Orozco: “a celebrar las dádivas del mundo, a extremar las significaciones, ¿Por qué no? Cuando la exageración abarca la verdad