Los milicos españoles subieron al micro a la altura de Valencia. La noche era oscura a finales de mayo pasado, sin una estrella en el cielo de la madre patria. El colectivo había salido de Granada y tenía destino final Barcelona. En el medio más barato para completar la deriva de 700 kilómetros no cabía ni un alfiler. En el viaje hacia el amanecer, el bondi avanzaba a los tirones, engordado por unos pocos turistas de la Europa de élite, pila de migrantes africanos soñando el european dream y este flacucho cronista porteño sin un mango en su billetera magra.

El milico avanzó por el pasillo escaneando a los pasajeros. “Documentos, por favor. Abajo”, indicó el rati con ojo colonial. Moros, negros y este sudaca fuimos los seleccionados por el hombre de la Guardia Civil para bajar de la bestia mecánica. Los europeos pálidos siguieron arriba del micro, panchos, durmiendo la mona. Nos requisaron los bolsos, en busca de la amenaza “terrorista”.  A un morocho veinteañero de acento de las mil y una noches le requisaron un cuchillito de madera como si fuera un arma de destrucción masiva. Este cronista perdió una bolita de dos gramos de hachís que había comprado en el barrio árabe Albaicín de Granada. “Dale limosna mujer, porque no hay en la vida nada, como la pena de ser ciego en Granada”. El humo del chocolate ayuda a soportar las penurias granadinas. Casi una hora nos retuvieron los uniformados. Que más papeles, que no querían más moros ni drogones en su patria. Botonazos. Al final, nos dejaron seguir nuestra ruta. Nunca seré policía de provincia ni de capital, cantaba Flema en los auriculares.

El bondi hizo una parada estratégica al amanecer. Desayuno, estirar las patas, apurar un cigarrillo. Rutinas del mundo occidental. Para mis anónimos compañeros de andanzas y desandanzas, que venían desde la otra orilla del Mediterráneo y más allá, fue un momento dedicado a la oración. Mirando hacia la Kaaba, la casa de dios erecta en la Gran Mezquita de La Meca, los muchachos comenzaron con sus rezos junto a la ruta. Se sabe, Alá es grande. Está en todos lados.

Ahmed era marroquí. Venía desde la nívea Casablanca. En la mañana diáfana, compartimos un Camel argentino. El pibe me contó que era comerciante, padre de familia y fanático de Messi. Viajaba hasta París, previo stop en el Raval de Barcelona, para reencontrarse con su familia. En un español sereno, me relató las penurias de ser migrante en la racista Europa, los días de la miserable peste, sus ganas de que Argentina ganara el Mundial. Yo le conté la historia de mi bisabuelo, Marino de la Santísima Trinidad García, un anarquista con dosis desparejas de sangre cristiana, mora y gitana que dejó atrás la malaria andaluza con una mano atrás y otra adelante y se hizo la América en las pampas criollas. Historias de una familia, o de miles. Arriba del bondi, hablamos un rato más hasta que nos venció el sueño.

Marruecos
Foto: AFP

Al despedirnos en la terminal de micros de Barcelona, entre risas, nos prometimos vernos en la final del mundial. En medio de una nube de tabaco de otro Camel, Ahmed me regaló una sonrisa pícara blanca como las nubes de su natal Magreb, el poniente, donde siempre el sol se va a dormir.

Esta mañana de miércoles me acordé mucho de Ahmed. Lo imagino reunido con su familia y amigos en algún suburbio del suburbio de París, esperando la gran semifinal contra los franceses. Un partido que ni la mente brillante de Houellebecq habría podido cranear. Quizá, apurando un picante kebab, fumando kif o tomando un tecito de sus pagos. Ojalá nos veamos en la final sudacas y moros, compañero. Los sueños no tienen fronteras.