Tenía siete años en el Mundial del 86. Todavía vivía en Morón, en una casa que mi madre alquilaba al fondo de un pasillo. 

No sé por qué escribo esto.

En esa época mi madre salía con Eugenio, porque mi madre salía con hombres que no eran mi padre (él se había ido muy rápido).

Eugenio era marinero de la Fragata Libertad. Lo recuerdo altísimo en su uniforme blanco. Se iba durante meses a navegar y cuando volvía se quedaba varios días en nuestra casa.

Yo odiaba a Eugenio como odié a todos los hombres que salieron con mi madre. Por violentos, por casados, por ser el padre de un amigo.

No sé por qué escribo esto.

Aquel Mundial fue mi declaración de guerra. Todavía no me había colonizado el fútbol, no sabía quién era Maradona. Lo único que tenía en claro era que si Eugenio hinchaba por Argentina yo debía elegir a Corea o Italia, cualquiera que pudiese arruinarle la vida. Al principio, en silencio frente al televisor, como un gusto inconfesable; luego, con lamentos e insultos al cielo por la torpeza de búlgaros y uruguayos. No entendí los argumentos de mi madre, no me importaba donde había nacido ni lo que podían pensar mis compañeros o maestras de escuela. Solo buscaba la desgracia de Eugenio. A él debió parecerle divertido porque empezó a bailar ante mis ojos furiosos en cada gol de Argentina, en cada clasificación a la siguiente fase. Mis recuerdos de los partidos con Inglaterra y Bélgica son vergonzantes. Aún hoy, con 43 años, siento pena por ese chico que estaba solo. Me doy cuenta ahora: el odio te aleja de los demás. 

No sé por qué escribo esto.

Ya no estoy solo. Miro todos los partidos en un ambiente de fiesta con amigos; están nuestros hijos, nuestras parejas, nuestros perros. Somos más de veinte y siempre se hace un fuego en la parrilla, se disfruta del parque. El pudor del presente prospero.

Sentado frente al televisor, abrazado a mi hijo León, pienso que podemos ser campeones como en el 86, justo ahora, cuando él cumple siete años.

No sé por qué escribo esto.

Tal vez para dejar registro en algún lado. El día de la final Eugenio hinchó por Alemania. Antes de que empiece el partido me dio alguna explicación que olvidé pero que sirvió para convencerme de que yo debía alentar a la Argentina. Grité los goles, me abracé con mi madre, me puse triste con el empate y reviví. Exageré la alegría hasta que me di cuenta que no era necesario, que lo que había pasado puso más contenta a mi madre, a los vecinos, a los amigos que empezaban a tocar el timbre de mi casa para salir a festejar. Así descubrí que el Mundial hace feliz a la gente. Estoy seguro de que Eugenio no fue capaz de disimular la euforia, pero le alcanzó para que yo me lo creyera, me hizo el favor de ubicarme en el lado correcto de la vida, me salvó. En palabras del encantador Papu cuidó mi corazón antes que el suyo. Gracias a él, a los siete años salí campeón del mundo. Ojalá mi hijo tenga la misma suerte.