Tengo 33 años y soy de la generación que se volvía, con un poco de suerte, en los cuartos de final de cada Mundial. La que conoció muy de cerca a Diego Maradona, pero no lo disfrutó dentro de una cancha. La que encontró a sus ídolos futbolísticos en los equipos de cada domingo, pero no con la camiseta de la Selección Argentina. La generación que se ilusionó con Lionel Messi, pero que creció con el convencimiento de que la épica maradoniana sería difícil de repetir.

Me gusta el fútbol porque mi papá murió cuando yo tenía cuatro años. Mi hermano, con diez, encontró en mí alguien con quien llenar ese vacío: me enseñó canciones de cancha antes de que yo supiera que era hincha de Racing, me enseñó a patear una pelota y me puso frente a un televisor para acompañarlo a ver los partidos de cada fin de semana.

Crecí, y estoy convencida de que es así, con la idea de que el fútbol es un deporte que se vive colectivamente. Primero lo compartí con mi hermano, después con los hinchas de mi mismo cuadro y, cada cuatro años, con mis amigos, mi familia, mi país.

Existe un hilo en Twitter sobre los motivos por los que la Selección Argentina merece ser campeona del mundo. No aparece ninguna razón futbolística, ni táctica. Ningún jugador, ni siquiera Messi. Las razones son varios videos que se viralizaron tras el partido frente a Croacia: el loco saltando por el techo de los colectivos, los que salieron a la calle arriba de un tanque, dos pibas peleándose en el medio de la calle mientras un hombre se les acerca y amablemente les dice «por qué se pelean si pasamos a la final», un hombre que revolea billetes en un shopping, un loco que se cuelga en el semáforo de la 9 de Julio, gente cantando la canción del Mundial dentro de una Iglesia y la presencia de la abuela lalalala.

Volví de Qatar tras los octavos de final, después de realizar mi primera cobertura periodística en un Mundial. En Doha vi la derrota contra Arabia Saudita y los triunfos ante México y Polonia (en una escala seguí la victoria frente a Australia). Cuando regresé y vi el primer partido frente a un televisor, en Argentina, sentí una angustia quizá exagerada. Vi del otro lado de la pantalla lo que hacía algunos días había visto en vivo: la Copa del Mundo en el centro del campo, iluminada, en un estadio Lusail a oscuras; la emoción de los hinchas en el himno argentino; el abrazo con desconocidos para festejar el paso a la siguiente ronda.

Durante los noventa minutos –o más– que duraron los partidos de cuartos de final y semifinal de la Argentina me lamenté no estar en el estadio más grande del Mundial, cerca de los jugadores, cerca de Messi. Y, sin embargo, hay algo que falta en Qatar y es esa alegría colectiva –propia de nosotros– que solo se vive y nos completa en las calles de nuestro país. Lo que llamamos el folclore del fútbol argentino.

Tras la victoria frente a Croacia, me encontré con mi sobrino de 5 años en la avenida Triunvirato, en Villa Urquiza. Era la primera vez que salía a la calle a festejar un triunfo futbolístico de la Selección. Flameó una bandera de Argentina, festejó con sus amigos del jardín y cantó con orgullo que él es de la tierra de Diego y Lionel.

Antes de viajar al Mundial, a Genaro sólo le gustaba jugar al básquet. Se enamoró el día que lo vio a Michael Jordan en Space Jam. «Juguemos a que yo soy el Dibu y vos sos Messi», me dijo la primera vez que lo vi tras volver de Doha. Y se paró en el medio del living de su casa, me pidió que me sacara las zapatillas para no lastimarlo y me marcó los límites del arco imaginario.

Ahí entendí que esta camada de jugadores y este Mundial serían, probablemente, su primer recuerdo futbolístico. Como lo fue para mí el gol de tres dedos del Chelo Delgado a Independiente, aquel día que mi hermano –el papá de mi sobrino– me dijo que alentara a Racing por primera vez.

Ese día me alegré por haber vuelto de Qatar, ahora hablamos el mismo idioma. Posiblemente Messi sea la única conexión futbolística que yo tenga con mi sobrino. Aparecerán jugadores de Racing que nos enamorarán, otros jugadores de la Selección que dejarán su marca en nosotros, pero nadie como Messi: su primer amor y mi último amor. Creo que los vínculos con los jugadores o la construcción de un ídolo es cada vez más difícil cuando uno crece. Ese lugar, en mi generación, lo ocupó Lionel.

El primer Mundial de Messi lo viví en una toma de colegio. Corría el 2006 y yo estaba en la secundaria. Dos pesos fueron los que pusimos por cabeza para alquilar una pantalla por donde ver el partido. Y sentada en el claustro central –rodeada de amigos, desconocidos y azulejos verdes– despedí su primer Mundial, cabizbaja al igual que él.

Después vinieron la frustración del 2010, la euforia del 2014 y la apatía del 2018. Tres Mundiales donde las acciones inverosímiles de Messi dentro de un campo se vieron opacadas por un fondo de decepción.

Durante más de 15 años, crecí viéndolo desbordar todos los fines de semana por la banda derecha, enganchar para su zurda y clavarla en el ángulo más lejano. Parafraseando a Sergio Jodar, Messi prolongó en su zurda mi juventud e hizo que yo hablara el mismo idioma que mi sobrino de cinco años. Ahora, soy de la generación que sabe lo que se siente que el Mundial dure hasta el último día y que posiblemente cierre una etapa cuando Messi se retire del fútbol. Agradezco haber estado en Doha, y no voy a negar que miré ingenuamente los pasajes de avión tras el pase a la final. Pero el fútbol se vive colectivamente y qué mejor que en mi país, con mi sobrino pidiéndome en medio de Triunvirato que le saque una foto mirando hacia el cielo, con los dedos índice hacia arriba, «como el festejo de Messi, tía». «