Se casa Julito. Tablones con caballetes, torta de tres pisos, agua mineral “Corazón”, amargo serrano “Tres Torres” y nada más. Pibes y no tan pibes en recuperación de adicciones saben que a esta altura de la remontada una copa de alcohol serrucha los peldaños que, con mucho esfuerzo y voluntad, vienen subiendo hacia una vida mejor.

Ya vendrá la cazuela de pollo. O el guiso. No hay consenso en las definiciones. Habrá una murga, habrá cumbia, la novia tirará el ramo de flores, las chicas sacarán el anillo, se gritará que vivan los novios y todo sucederá en el Barrio como podría ocurrir a unas pocas de allí, sobre la Avenida Libertador.

Salvo detalles.

El detalle está en los ojos de Dieguito. La parca lo vino a buscar varias veces, él, es cierto, muchas veces le abrió la puerta y ya no. Dieguito (recién ahora, mientras escribo, pienso en el otro Diego) se abraza al futuro como a la última rayita de wifi, conectado a la dignidad por la que trabaja y lucha, gana y pierde, pierde y gana. Digresión: hablar de drogas aquí requiere saber que hay muchos (son montones y montones) que hacen tristes piruetas en la cuerda floja, sin red ni aplausos, sin que a (casi) nadie le importe, sin que (casi) nadie se acerque siquiera a mirar cuando se parten la crisma y los sueños contra el piso.

Ayer Argentina le ganó a Holanda y mientras esperamos a los padrinos no se habla de otra cosa.

Y me cruzo con los ojos de Dieguito y se reproduce el milagro de Lázaro (el de Jerusalén, no el de Santa Cruz). Dieguito se levanta de la silla de ruedas para tomarme las manos y decirme que le vamos a ganar a Croacia. Que claro que sí, papá, que cómo que no amigo, que hay que creer. Y nos cuenta lo que ya sabemos pero es una delicia volver a escuchar. Que la gente está contenta, que los vecinos (se dice vecinos, no villeros) se juntan, que se saludan con otra cara, que en la feria se venden más banderitas celestes y blancas, sopa paraguaya y otras yerbas. Que por un rato la vida es eso que tiene que ser para todos y no para el que pueda pagarla, pienso y no le digo.

Ahora estoy en el sillón de casa. El viernes me fallaron todas las cábalas. Incluso las más extremas, solo reservadas para grandes y bravos momentos. Cierro los ojos y lo visualizo a mi viejo: si lo encuentro, vamos bien. Lo ubico en una pizzería (Santa María, en Chacarita) con su carterita y una sonrisa. Pero cuando el colegiado español cobró el tiro libre y empecé mi ceremonia, le grité desesperado a mi compañera “¡no lo veo, no lo veo!”. Papá decidió no venir, él sabrá por qué. El cielo, como el corazón, conoce motivos que la razón ignora. Para los penales fui cobarde, decidí abandonar la tele y no escuchar nada hasta que la puerta del baño casi se cae a pedazos de los golpes que, como caricias, daba mi compañera para la buena nueva.

Entonces ataca Croacia (no mucho, tampoco) y yo prefiero hablarle a los de azul. Avanza Modric y le explico que no Luka, que ya está bien, que ustedes tienen asegurada cuatro comidas al día y que acá cuatro de cada diez no, hay córner y les cuento que mientras ustedes se juntan en el área hay un chico que junta cartones y que no lo podemos quitarle lo único que tiene, esa felicidad como rayo, ese sentirse por un segundo parte de algo más que un prontuario, una tapa de diarios, una tumba. Y les pido que lo hagan por Dieguito. No por el Diego, que también. Por Dieguito. Hay tiro libre, van los grandotes a cabecear, regresa la alerta naranja y yo le hablo a la pantalla y les cuento que Dieguito tiene fe, Dieguito cree, Dieguito necesita ser feliz.

Lo demás lo hacen Messi y Julián.